María debe renovar la fe profunda con la que dijo "sí" en la Anunciación; debe aceptar que la precedencia la tiene el verdadero Padre de Jesús; debe ser capaz de dejar libre a ese Hijo que ha concebido para que siga con su misión. Y el "sí" de María a la voluntad de Dios, en la obediencia de la fe, se repite a lo largo de toda su vida, hasta el momento más difícil, el de la Cruz.
Frente a todo esto, podemos preguntarnos: ¿cómo ha podido vivir de esta manera María junto a su Hijo, con una fe tan fuerte, incluso en la oscuridad, sin perder la confianza plena en la acción de Dios? Hay una actitud de fondo que María asume frente a lo que le está sucediendo en su vida. En la Anunciación, ella se siente turbada al oír las palabras del ángel --es el temor que siente el hombre cuando es tocado por la cercanía de Dios--, pero no es la actitud de quien tiene temor ante lo que Dios puede pedir. María reflexiona, se interroga sobre el significado de tal saludo (cf. Lc. 1,29).
La palabra griega que se usa en el Evangelio para definir este “reflexionar”, “dielogizeto”, se refiere a la raíz de la palabra “diálogo”. Esto significa que María entra en un diálogo íntimo con la Palabra de Dios que le ha sido anunciada, la profundiza, la deja penetrar en su mente y en su corazón para entender lo que el Señor quiere de ella, el sentido del anuncio.
Otra referencia sobre la actitud interior de María frente a la acción de Dios la encontramos, siempre en el evangelio de san Lucas, en el momento del nacimiento de Jesús, después de la adoración de los pastores. Se dice que María “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc, 2,19); el término griego es symballon, podríamos decir que Ella “unía”, “juntaba” en su corazón todos los eventos que le iban sucediendo; ponía cada elemento, cada palabra, cada hecho dentro del todo y lo comparaba, los conservaba, reconociendo que todo proviene de la voluntad de Dios.
María no se detiene en una primera comprensión superficial de lo que sucede en su vida, sino que sabe mirar en lo profundo, se deja interrogar por los acontecimientos, los procesa, los discierne, y adquiere aquella comprensión que solo la fe puede garantizarle. Y la humildad profunda de la fe obediente de María, que acoge dentro de sí misma incluso aquello que no comprende de la acción de Dios, dejando que sea Dios quien abra su mente y su corazón. “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lc. 1,45), exclama la pariente Isabel. Es por su fe que todas las generaciones la llamarán bienaventurada.
En el silencio total de nuestro ser, como María, “la Virgen oyente”, nos dejaremos invadir por la fuerza del Espíritu que conduce, poco a poco, a la configuración con Cristo, refuerza nuestra comunión fraterna y reaviva nuestro ardor apostólico. (Const. 39)
¡Qué mundo misterioso descubrimos en el silencio!: un océano infinito de calma que nada puede molestar y nos hace entender que la paz que buscamos detrás de la montaña encantada está dentro de nosotros y que Dios está cercano, apenas detrás del seto vivo. (Romano Battaglia)
El fruto del silencio es la oración. El silencio lleva a la oración, la oración a la fe, la fe al amor, el amor a la acción. (Madre Teresa)
Para escuchar hay que callar. No sólo atenerse a un silencio físico que no interrumpa el discurso ajeno, sino un silencio interior, o sea una actitud dirigida del todo a acoger la palabra ajena. (Giovanni Pozzi)
El silencio es el noviciado de la oración. (Carlo Maria Martini)
El silencio no es una evasión, sino el recogerse de nosotros mismos en la concavidad de Dios. (Madeleine Delbrel)